Desde la ventana de su celda veía salir el sol entre los barrotes. Algunos días amanecían tan oscuros y preñados de nubes que no se distinguía el día de la noche hasta bien entrada la mañana. Esos días, el prisionero fantaseaba con la idea de que nadie se daría cuenta de que ya no era de noche y les dejarían dormir unas horas más. Nunca sucedía así. A las 8,30 a.m., daba igual que fuera lunes o domingo, sonaba una sirena que anunciaba que un nuevo día, igual que el anterior, había comenzado.
Nada mata más que la rutina, nada hace más daño que la ausencia de ilusión.
El prisionero se aseaba y esperaba a que se abriera la puerta para bajar al comedor a desayunar, siempre igual, siempre puntual. Sin faltar a su cita con los reclusos que servían el desayuno, el preso tomaba su café, sus cereales y su pieza de fruta. Desde que la fruta ya no tiene estaciones y se pueden comer todo el año, ni siquiera la fruta era distinta. Mandarina los 365 días del año.
Se sentaba junto al mismo recluso, y en silencio, tragaba sin prisa y sin saborear el mismo desayuno de todos los días. Sólo era una cuestión de alimentación, energía para pasar el día, para llegar a mañana, un trámite, una actividad sin mayores pretensiones ni objetivos.
Tras el desayuno, el ejercicio. Cada día salía al patio a pasear en círculos, a metro y medio del recluso de delante y a metro y medio del de detrás, siempre bajo la atenta mirada de los guardias que vigilaban que no se redujera la distancia de seguridad en ningún momento. Media hora de paseo es suficiente para aburrir a todo un rebaño de ovejas, pero les daban una hora entera parta arrastrar los pies en beneficio de su salud.
El siguiente acto de la obra de cada día es la ducha. Sin alegrías, sin escenitas de la pastilla de jabón, todos en cola con la misma distancia de seguridad, esperando turno bajo la alcachofa de la ducha. Una coreografía bien aprendida para enjabonarse, aclararse, secarse en 5 minutos y dejar su puesto al siguiente. Todo controlado por los guardias, como en una cadena de producción.
Vestido con el mono de la prisión, vuelta a la celda a reflexionar sobre como ser una persona mejor. Si quieres puedes. Si luchas lo suficiente por algo, lo conseguirás seguro. La vida está ahí fuera esperando a que la cojas. Como odia la filosofía del siglo XXI, hecha de tazas de Mr Wonderful, moralina positiva vomitiva. Desde la celda no se puede coger mucha vida.
Ya sigo yo.
La siguiente tarea es la del trabajo que tengo asignado en la prisión. Fregar suelos. Muy relajante a la par que estimulante. Hago más ejercicio con esto que en el paseo de la mañana. Friego y friego hasta la hora de comer. Siempre los mismos pasillos, las mismas estancias, los mismos suelos una y otra vez. Me sé cada baldosa, cada agujero en el pavimento, cada rodapié. A mi me da igual que me pisen lo fregado, no soy mi madre ni la madre de nadie.
Sí soy el padre de alguien, pero aquí eso no es relevante. No recibo visitas, nadie se interesa por mi, ni yo me intereso por nadie. Ya aprendí a no decepcionarme por nadie ni a que me importe decepcionar a los demás. Puedo vivir con eso, puedo vivir con tu decepción y con la de quien sea.
Puedo fregar suelos durante 3 horas y no sudar ni pensar en absolutamente nada, como un muerto viviente, como un imbécil sin discernimiento, horas y horas con la mente en blanco, como un asceta en trance o un drogata que se duerme con la jeringuilla hincada al brazo. Nada pasa por mi mente mientras paso el mocho, en nada pienso. Ni en ti.
Después vuelta a la celda, recuento y sirena para comer. La misma escena del desayuno, los mismos menús cada día de la semana. Sabemos qué día es por la comida que nos dan. No diré que está mala ni buena, tanto me da. Me lleno la tripa y con el mismo silencio con el que llego, vuelvo a la celda. Siesta o lectura, o ambas, en silencio en cualquier caso, veo pasar alguna nube por la ventana. Oigo el sonido a lo lejos de la vida del exterior, apenas nada, como si la vida hubiera terminado también tras los barrotes.
La tarde pasa plácida, lenta, tranquila, un nuevo paseo de media hora por el patio, vuelta a la celda, vuelta al comedor a cenar, vuelta a la celda y a dormir. El día ya pasó y mañana será otro día. Otro día igual al anterior y al que viene.
Morir aquí no supone ningún trauma, tanto da morir hoy que vivir mañana el mismo día, una y otra vez. Lo único que me mantiene vivo en esta prisión es la esperanza de que algún día podré salir de aquí, y entonces podré recuperar mi humanidad, mi capacidad de dirigir mi vida, de elegir, de disfrutar de lo aleatorio, de lo incierto y de los errores y aciertos de mis propias decisiones.
Hasta entonces, vivo la muerte en vida dentro de este encierro, de este espacio cerrado donde estoy seguro, caliente, alimentado y aburrido hasta la saciedad. Pero nadie puede impedir que por las noches sueñe con la libertad, contigo, con tu cuerpo entre mis manos, con tus labios sobre los míos y mi sexo dentro del tuyo. Cuando sueño escapo de la prisión, no hay guarda que impida que cada noche salga de la celda y camine por bosques, praderas y playas, que tome café con mis compañeros de trabajo o cene contigo, amor. Sólo cuando sueño soy realmente libre.



